miércoles, 6 de abril de 2011

Otra historia de la libertad

 Llevaba tiempo rondando en mi cabeza que quería tener una mascota. Pensaba en las consecuencias y me precupaban, pues, al no conocer demasiada gente en el país, si quería irme a conocer algún lugar unos días o viajar a mi casa en verano, iba a ser difícil cuidar de ella.
 Los primeros meses en Kaunas (en otoño) fueron muy buenos. Las temperaturas eran suaves y el paisaje bellísimo. Cuando me quedaba en la ciudad los fines de semana, solía ir a pasear sola a la zona vieja. Me gustaba esta sensación de libertad, de poder hacer lo que me venía en gana pero, a la vez, echaba de menos una compañía. Uno de esos fines de semana, cerca del ayutamiento de Kaunas encontré un gato gordo, cojo y bonito. No me gustan mucho los gatos, pero este parecía amigable. Me acerqué a él, lo acaricié y, después de tantearlo un rato decidí cogerlo en mi regazo. Si se dejaba, me lo llevaría hasta mi casa (a pesar de estar a dos km) y lo cuidaría con mucho cariño. Se pondría todavía más gordo y lo llevaría al veterinario para cuidarle la patita;). Pero el gato gordo sólo se dejo llevar unos metros, después dió un saltó y se escapó por un pequeño hueco de un edificio. Sentí pena pero a la vez alivio...¿qué haría con un gato en casa?. Además, ¡no me gusta mucho los gatos!.
 Unos meses después, ya cerca de la primavera, un amigo me acompañó a una feria donde había múltiples cosas a la venta, incluído, animales. Eché un vistazo...ningún perro me enterneció tanto como para llevármelo a casa. Quizás sería mejor quitarme esa idea de tener una mascota (me daría muchas preocupaciones, es una gran responsabilidad).
 Justo tres días después de haber ido a esa feria, un día como otro cualquiera, salí de trabajar y, de vuelta a casa, ví un perro precioso (un golden retriever). Parecía estar perdido, merodeaba sin rumbo y parecía estar esperando a alguien enfrente de mi quiosco habitual. Lo observé un rato. El perro estaba solo, pregunté a varios transeúntes si eran su dueño, pero no parecía ser de nadie. De repente, desapareció de mi vista. ¡Qué pena!, pensé. Pero volvió a aparecer de nuevo. Lo seguí hasta un paking, le silbé y vino junto a mi. Para asegurarme de que no me abandonase de camino a mi casa, igual que el gato, le compré unas deliciosas galletas en el quiosco. Me siguió sin problema e incluso se dirigió a la puerta de mi casa antes de que yo llegase. ¡Ooooooooooh!, ahora tenía un perro precioso y cariñosísimo dentro de mi casa. Ese día no me preocupé ni pensé en responsabilidades.

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